Comencé a andar en micro yo solo como por tercero o cuarto básico. Tomaba las Bilbao lo Franco, Colón Oriente, Pila Ñuñoa, que bajaban por Bilbao del colegio a la casa. No eramos muchos los que bajábamos, casi todos subían.

No nos daban pase escolar, pero en general no teníamos mayor problema para pagar ese tipo de pasaje hasta cuarto medio. Por 1992 comenzaron las licitaciones, y empezamos a hablar de la 245, la 236, la 237, la 428, y ahora no eran coloridas, sino todas amarillas.

Cuando la Luzma salió de cuarto medio, nos ibamos sólos con Claudio al colegio en micro, muchas veces pagando al frente y diciéndole al chofer que nos abriera atrás para no ir colgando. Igual varias veces nos fuimos colgando con el frío de la mañana.

Otra cosa que hacíamos los fines de semana con los amigos de los scouts era el “nos lleva por gamba”.

Al entrar a la Universidad, se trataba de tomar micro en Vicuña, pero sólo fue un año, dado que el cinco de abril del ’97 a las cinco de la tarde se abrió la línea 5.

Entre esa fecha en que tuve Metro y diciembre del ’98 la única ruta de micro que usaba me hacía caminar hasta Providencia y esperar la 333, la 334, la 201, la 345, la 419. A la vuelta usualmente había travestis en la entonces oscura calle Seminario.

Como me compré auto, el asunto de la micro practicamente se acabó desde entonces. Aparecieron los cobradores automáticos y yo no sabía usarlos. Luego el Transantiago al que nunca me he subido.

Hoy tuve que tomar micro, y, luego de años de experiencia, hay una lección que siempre me ha servido y sigue sirviendo desde que era un escolar: hay que ir al fondo de la micro, sobre todo si está claro que se va a llenar de manera inminente (19:00 en Providencia con Lyon).