Cuando íbamos al sur, a Rengo, en los veranos de los ochenta, nos embarcábamos en el Terminal Alameda. Era horrendo, lleno de garitas como kioskos, confusión, gente, maletas, bolsos y paquetes en el suelo. Las máquinas parecían a punto de sufrir un infarto.
Al mismo tiempo, para ir a la playa en los ochenta, estaba el Terminal Santiago, con los Pullman Bus y los Tur Bus. Era un poco mejor, un poco más ordenado, pero no mucho.
Hoy fui para esos lados. !Cómo ha cambiado todo eso! Claro, han sido veinte años, y en realidad hasta que tuve auto el ’98 usé profusamente esos terminales.
- Paneles electrónicos en vez de cholguanes para indicar los andenes.
- Pasajes impresos en vez de escritos a mano.
- Pasajes comprados por internet, en vez de tener que visitar el terminal días antes.
- Suelo con cerámica en vez del desnudo cemento.
- Una voz clara indicando las salidas, en vez de la profesora de Charlie Brown.
- Un atraso de unos cinco minutos, en vez de una hora.
- Playa de estacionamiento subterránea, en vez de aquella que daba a la calle, de maicillo.
- Malls en los terminales en vez de comercio ambulante.
Lo que no faltó fue el personaje clamando por ayuda para comprar un pasaje a un pueblo del sur, dado que lo habían asaltado.