En primero básico, había en la sala, en el rincón de matemáticas, un alto de hojas de roneo tamaño carta, mimeografiadas con una cuadrícula, compuesta por cuadros de alrededor 1 cm de lado.
En nuestra aventura por conocer los números, había que entender el valor de las posiciones de los dígitos en el sistema decimal. Para ello, nos enseñaban a escribir numerales en secuencia, identificando las unidades, decenas, centenas, unidades de mil, decenas de mil, centenas de mil, unidad de millón, etc.
Las unidades eran verdes, las decenas azules y las centenas rojas, y luego se repetía, para enfocarnos en que los dígitos de los números se agrupan de a tres.
La idea era, entonces, escribir una tira (alcanzaba hasta 20 números por tira), recortarla, escribir otra tira (hasta el 40), recortarla y pegarla, otra tira más (hasta el 60), recortarla y pegarla, tomar otra hoja y seguir así hasta mil si mal no recuerdo, e ir enrollando para que tenga un tamaño adecuado.
Por algún motivo el Felipe de 1984 se entusiasmó enormemente con el rollito, y escribí números hasta llegar al millón. Era un rollo monstruoso, de unos veinticinco centímetros de diámetro al final, y como usábamos ‘UHU’ o ‘Stick Fix’, había que estár re-pegando a menudo.
En esos tiempos no usábamos mochila, sino unas ‘bolsas’ azules de género que nos daban en el colegio (como parte del programa hagamos-que-los-niños-no-se-comparen-por-quien-tiene-el-mejor-o-más-caro-útil-escolar), y el rollo usaba bastante espacio de mi bolsa.